Crónicas de mi primera Feria del Libro de Madrid
Creo que Madrid ha sido la ciudad a la que más viajes relámpago he hecho en mi vida. Bueno, Zaragoza también es una digna candidata a podio. Sin embargo, no sé qué me pasa con la Capital que, siempre que la he pisado, ha sido para vivirla intensamente y volver a casa casi arrastrándome, como sucedió el pasado 3 de junio, cuando mi padre y yo decidimos ir a la Feria del Libro.
Nunca lo he explicado por aquí, pero tengo un padre al que le
apasiona coleccionar libros desde que tengo uso de razón. Su género favorito
son los cómics, aunque también es un fanático de la novela negra, las historias
de samuráis, la filosofía oriental y las biografías de gente que ha tenido una
vida de lo más extraña. Cuanto más sórdida, mejor. No me podía ir con otra
persona que no fuese él a vivir esta pequeña aventura literaria. Su cara de
felicidad e ilusión al enseñarle los billetes solo la pudieron superar los
decibelios de sus ronquidos en el tren de vuelta.
Tras un trayecto de un par de horas en las que me repetí a modo de mantra que jamás volvería a levantarme a las cuatro y media de la mañana si no era por dinero o por Yuki Yamada, llegamos a Atocha y nos dirigimos al Parque de El Retiro para aprovechar la mañana en la Feria, aunque las casetas todavía no estaban abiertas. No me quedó más remedio que seguir con mis clases de Fotografía con móvil para padres, y así, entrenar para la tarde de turisteo que nos esperaba. Os dejo unos ejemplos del gran trabajo de mi alumno.
Después del postureo reglamentario, comenzamos a pasear por
los puestos disfrutando de la tranquilidad de la primera hora del día. Es
cierto que ser de los primeros tiene inconvenientes tales como encontrarte
lugares cerrados o que algunos no están preparados para hacer ventas y debes
seguir andando y volver después; no obstante, caminar conservando tu propio
espacio vital es una auténtica gozada, algo que aprendí a valorar cuando tuve
que dar la vuelta para buscar un libro que me habían reservado.
Una vez echamos el primer vistazo, fuimos a desayunar, ya que no probábamos nada desde que nos habíamos levantado y, entre el sol que hacía la gente que empezaba a llegar, íbamos a necesitar recargar fuerzas. Me abstendré a hablar de los precios de la comida y/o bebida, porque todavía me duele el hígado de la puñalada. Mientras comíamos, nos distribuimos las tareas para encontrar los libros que quería llevarme para Barcelona: yo me encargaba del mapa y él de mirar el nombre de las casetas para que no se nos pasara ninguna editorial. Así que, abrí el paraguas para no quemarme y que mi padre me localizara y, cual carpas Koi, nos dispusimos a nadar contracorriente. No sabía si me transformaría en un dragón dorado al final del recorrido, pero no me iba a ir sin mis autoras.
Aquel que dice que la Literatura es un arte donde solo se
entrena la parte intelectual del hombre no sabe realmente de lo que habla. La Literatura
es una guerra y ese parque, tan apacible y sacado de cualquier película del
Studio Ghibli cuando había llegado a las nueve de la mañana, se convirtió de
repente en un campo de batalla. Yo, que soy un ser pacífico y blandito, una
especie de Kirby humano, tuve que hacerme fuerte entre codazos, empujones y
barricadas de carritos de bebé. Por cierto, ¿por qué había tantos carritos de
bebé sin bebés en ellos? Esa duda todavía me atormenta por las noches.
Luché con uñas y dientes para romper las inquebrantables murallas humanas y poder preguntar por las novelas de Kawakami. Ignoré las miradas altivas de libreros que no conocían a las autoras que les nombraba y que me querían vender sí o sí la antología completa de Murakami porque «si te gusta la literatura japonesa, tienes que leerte obligatoriamente a este autor. ¿Lo conoces?». Mire, amable vendedor/a, no he venido hasta Madrid a que me insulten. Ya trabajo de profesora de Secundaria. Sucumbí a los encantos de otros libros, porque la carne es débil y acababa de cobrar. Lloré por salirme del presupuesto, me rehíce y volví a focalizar mi objetivo: Aki Shimazaki y Chiyo Uno. Finalmente, lo conseguí.
Ya
iba hacia la salida tan contenta, con mi bolsa de Shiba Inus llena de cultura ancestral
y amor, cuando, de pronto, mi padre se para en una caseta de libros de cocina. Él
siempre ha trabajado de cocinero, es normal. Yo estaba en mi mundo, contemplando
a mis perros japoneses gorditos, cuando, de pronto, me asaltó un autor por la
espalda. Ese hombre sabía que yo tenía la guardia baja y que se me da fatal decir
que no. Me acabó vendiendo su libro por mucho que le dijera que no leía ese género
y, para colmo, era de los caros. 18 euros menos en el presupuesto. Una auténtica
guerrera debe aceptar una derrota a pesar de no estar de acuerdo con la
estrategia de su contrincante.
Me
parecería muy triste acabar esta crónica con un episodio en el que narro mi
incapacidad de negociación y mi ingenuidad; así que, prefiero cerrar con un pequeño
resumen de todos los buenos momentos vividos ese día. El balance fue más que
positivo. A pesar del calor, el sol (me quemé incluso llevando paraguas y crema
solar) y llegar a casa como si me acabara de bajar del caballo por las
rozaduras en los muslos de lo que caminé, fue una velada inolvidable. Me encontré
con gente maravillosa, amigas y pude intercambiar opiniones de todo tipo sobre
libros, literatura, géneros con personas del sector y lectores. Y todo ello con
la mejor compañía: mi padre. ¡Estoy contando los días para volver el año que
viene!
P.D.: Si hubiese sido solo de novela romántica, me habría llevado a mi madre o, como la llamo yo, Doña «los hombres con Kilt están mucho más atractivos».
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